26.11.14

Chupacabras



(Ésta es la transcripción íntegra del texto que leí el 25 de noviembre de 2014 durante el 1er Encuentro de Jóvenes Escritores Latinoamericanos, que se celebró en la Capilla Alfonsina de la ciudad de México.)
Nací privilegiado en un país donde casi todo es un privilegio. En 1982, año de crisis económica, salí por primera vez del hospital y llegué a un departamento con luz eléctrica, a una cuna, a tres comidas diarias, a un futuro donde eventualmente hubo escuelas y una universidad. Alcancé mi primera adolescencia en 1994, mientras otra crisis económica destruía a lo poco que quedaba de la clase media de este país. Mi familia y yo perdimos muchísimo pero nos quedó una tele, donde me enteré de cosas como el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. En ella también vi el advenimiento del chupacabras, ese bicho mitad lobo y mitad dinosaurio (o sea: un político cualquiera) que, según los noticieros, estaba causando pánico en todo el país. Mi familia entera aseguraba que el chupacabras era una mentira, que era el intento del gobierno para distraernos de los monstruos que realmente nos estaban acechando, que se llamaban Crisis Económica y Hartazgo Social. Decían que el chupacabras era una conspiración, puesto que en ningún lugar salvo en la tele podía verse a alguien llorando por sus cabras, pero lo que sí se veía por todos lados eran las caras de preocupación de la gente que perdió su trabajo después del robo en descampado que fueron los últimos sexenios del PRI del siglo pasado (o sea: todos los sexenios del PRI del siglo pasado). Por esos años, sin saberlo, me hice de otro privilegio: junto a la tele descubrí los pocos libros que teníamos en casa. Me fui volviendo primero lector y luego escritor. 
En 2006, año de crisis política, estaba entrando a la adultez y frecuentaba una pequeña ranchería otomí cerca de Ixmiquilpan, Hidalgo. Allí había un hombre cuyo trabajo era producir pulque, que luego vendía en la cabecera municipal a dos pesos por litro. Cuando los doce pesos que ganaba cada día dejaron de alcanzar para dar de comer a su familia de cinco, este hombre dedujo que sería más sencillo cambiar las costosas tortillas por la bebida empanzonadora que él mismo podía preparar, y empezó a alimentar así a sus hijos, todos ellos menores de diez años. Antes de que pasara un año, este hombre estaba en la cárcel, acusado de homicidio porque dos de sus niños habían muerto por malfunción del hígado. No tuvo defensa judicial ni de derechos humanos y terminó en una cárcel federal a los pocos días de ser arrestado. Por entonces yo empezaba a tomarme en serio esto de escribir, y pensé que podría contar su historia y la de su pueblo (al que desde siempre se le han negado los beneficios de la luz eléctrica y la educación y el agua potable), al menos para que su sufrimiento no se perdiera entre los cardones del desierto que él llamaba casa. Pero hasta hoy no he conseguido contar de forma digna la historia de ese hombre, sin mentir pero sin olvidar decir lo que no evidencia la anécdota llana. Desde el lado en el que yo estaba, desde el que estoy, me parecía que escribirla era una falta de respeto a su dolor. Crecí con privilegios en un país donde casi todo es un privilegio: la educación, los recursos, la justicia. Entrometerme a través de ellos en un dolor tan crudo me pareció aquella vez la desfachatez de un niño clasemediero que quiere jugar a solidarizarse. Un acto cínico, altanero, hipócrita; incluso abandoné toda escritura durante un tiempo. Luego la retomé pero, no sé qué tan conscientemente, me volqué a escribir ficción especulativa: a contar mundos que tuvieran al menos un orden que yo pudiera crear o acaso entender. Mundos privilegiados, si se quiere; mundos donde se pueda ejercer libremente el inalienable privilegio de la imaginación.
Hace ocho años, cuando quise imaginar el rostro aquel hombre vaporizándose al subir a una troca de la policía municipal de Ixmiquilpan, en realidad pensé en el de mi tío cuando, allá en el 94, les anunció a sus hijos que lo habían despedido, con los ojos volviéndosele tolvanera. Hace ocho años me pareció ventajoso emular ese símil, trazar la imagen del dolor ajeno con otra que provenía de los privilegios que yo, por ninguna razón más que la suerte, he tenido. Ayotzinapa está tan lejos o tan cerca de mí como Ixmiquilpan. Admito que, igual que aquella vez, no me siento capaz de vislumbrar lo que sentiría al ver en una foto el cadáver de mi hermano con el rostro arrancado, tirado en medio de una calle que parece desierto. Pero durante mis 32 años he presenciado, cerca o lejos, toda clase de omisiones, injusticias, menosprecios, vejaciones, corruptelas que, aun lejanas entre sí (o, como le han puesto por estos días a esta nueva conspiración: aun siendo “hechos aislados”), aun divergentes, estas últimas semanas han llenado el vaso del cual ya empezó a gotear la peor crisis humanitaria, social y hasta de sentido común que hemos tenido desde que puedo recordar. Esta crisis es el rostro de los normalistas desaparecidos, pero también el del hombre del pulque hace ocho años, el de mi tío hace veinte, el del EZLN, el de la jovencita muerta que arrojan a una fosa, el de los miles que temen a diario el secuestro o la extorsión, el de la gente que pide limosna en Polanco. Lo que pasa estos días en México es un huracán de rostros difuminados en el que en realidad vamos todos y en el que reclamar por lo sucedido en Iguala no me parece hipócrita, sino al contrario: hipócrita y cínico y altanero me parece todo aquel que hoy no se solidarice escribiendo o hablando o marchando. Porque hace veinte años vimos con el chupacabras que los que están en el poder son una conspiración, pero sobre todo porque los que hoy están en el poder creen que nosotros somos una conspiración. Porque quieren hacernos pensar que esos estudiantes y ese hombre que vendía pulque y mi tío son producto de nuestra imaginación. Porque piensan que al arrancarle el rostro a Julio César Mondragón el 26 de septiembre de 2014 nos arrancaron a nosotros los ojos. Porque piensan que los ojos y el rostro deben ser privilegio de muy pocos. 
Hoy venimos a hablar sobre redes de conocimiento y desconocimiento entre jóvenes escritores de América Latina. Al menos desde hoy, desde aquí y desde mí, lo que creo que tenemos en común y lo que nos queda por comunicar entre nosotros es esto: escribir, en el fondo, no cambia las cosas, pero sí nos permite ejercer el inalienable derecho de imaginar. Y en campos donde germinan fosas y desaparecidos, imaginar otras posibilidades es la única cosecha posible. El único remedio para la muerte es crear. Tenemos los privilegios de saber escribir, de tener el tiempo para escribir, de tener el rostro pegado al cráneo para escribir, así que nos queda esto: usar la voz para decir que no somos el chupacabras, que nosotros sí somos reales y estamos vivos. Sobre todo en un país donde la vida, como casi todo, parece ser un privilegio de pocos.